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Picos de platino en Sudáfrica
Existen nuevas pruebas de que el último meteorito caído en la Tierra impactó sobre nuestro planeta hace unos 12.800 años, algo sobre lo que el autor Graham Hancock lleva escribiendo desde hace tiempo. En octubre de 2019, la periodista británica Milly Vincent escribió un artículo para el Daily Mail diciendo que se habían descubierto/confirmado las pruebas de dicho impacto en Sudáfrica. Según contaba, un grupo de científicos había descubierto signos de un “pico de platino”, lo que sugería el impacto de un meteorito en un lugar llamado Wonderkrater, en la provincia de Limpopo, al norte de Pretoria.
Hasta ese momento, las pruebas de que el impacto de meteoritos durante este periodo había producido una pequeña glaciación sólo se habían documentado en el hemisferio norte. En total, se habían encontrado 28 zonas con niveles elevados de platino. Sin embargo, la evidencia disponible sugería que esos mismos niveles de platino también se habían encontrado en el hemisferio sur.
Los hallazgos realizados por investigadores de la Universidad del Witwatersrand (en Johannesburgo), respaldan parcialmente la teoría de que el impacto del último meteorito caído en la Tierra tuvo consecuencias a nivel global. Se cree que un periodo de enfriamiento rápido, conocido como el Dryas Reciente, contribuyó a la extinción de muchas especies de grandes animales hace 12.800 años.
Pequeña glaciación global
El doctor Francis Thackeray, del Instituto de Estudios Evolutivos de la Universidad del Witwatersrand, cree que el pico de platino encontrado cerca de Pretoria demuestra que la extinción de muchas especies de grandes animales hace 12.800 años pudo estar provocada por múltiples impactos de meteoritos. El doctor Thackeray, quien trabajaba con el investigador Philip Pieterse (de la Universidad del Estado Libre) y el profesor Louis Scott (de la Universidad Free State) afirmó que estos hallazgos corroboraban, al menos en parte, la controvertida hipótesis del Dryas Reciente provocado por un impacto. Por lo tanto, es necesario explorar en serio la idea de que el impacto de un asteroide en algún lugar de la Tierra hace 12.800 años pudo haber provocado un cambio climático [una pequeña glaciación] a nivel global. Y esto pudo haber contribuido hasta cierto punto al proceso de extinción de grandes animales al final del Pleistoceno, después de la última glaciación.
En esa época, en Sudáfrica se extinguieron algunas especies de animales extraordinariamente grandes, como el búfalo gigante africano, una cebra grande y un ñu enorme, con un peso de más de 500 kilos superior al de su contraparte moderno. Además, es posible que las poblaciones de humanos se vieran afectadas de manera indirecta. En concreto, el impacto de un asteroide podría haber tenido consecuencias globales que dieron lugar a una detención repentina en el desarrollo del uso de herramientas de piedra por parte del pueblo clovis de Norteamérica y de los artefactos de piedra usados por las poblaciones que habitaron la Reserva Natural Robberg de Sudáfrica.
Según el doctor Thackeray, sin defender necesariamente la existencia de un único factor causal a escala global, sí que es posible apuntar a la posibilidad de que estos cambios tecnológicos producidos en Norteamérica y en el continente africano por la misma época podrían haber estado asociados, al menos indirectamente, con el impacto de un asteroide con consecuencias globales. Aunque no es posible afirmarlo con seguridad, un impacto cósmico podría haber afectado a los humanos dando como resultado de cambios locales en el entorno y en la disponibilidad de recursos alimentarios.
En Wonderkrater, los investigadores también descubrieron restos de polen que demuestran que se produjo un enfriamiento temporal hace 12.800 años. Según Vincent, el equipo de Thackeray cree que su descubrimiento de un pico de platino de hace 12.800 años en Wonderkrater es sólo parte de las evidencias que corroboran el impacto de un asteroide o un cometa en esa época.
Los picos de platino del Dryas Reciente se han encontrado en una treintena de lugares del mundo, incluyendo Groenlandia, Eurasia, Norteamérica, México y, más recientemente, Pilauco en Chile.
Una antigua civilización perdida
Ahora bien, ¿esto demuestra que el último meteorito caído en la Tierra acabó con una civilización como la nuestra hace 13.000 años? ¿Y justifica a quienes afirman que un meteorito gigante destruirá la Tierra en 2030?
El autor Christopher Stevens escribió en abril de 2017 en la edición digital del periódico Daily Mail un artículo muy interesante y que da que pensar sobre la historia antigua de la Tierra, en el que además indica que podríamos enfrentarnos al impacto de un asteroide de consecuencias catastróficas en el año 2030. Stevens escribió el descubrimiento realizado en Sudáfrica respaldaba dos décadas de investigaciones disidentes y de exitosos libros publicados por el excéntrico arqueólogo Graham Hancock.
Según su biografía en la Wikipedia, Hancock es un autor, periodista y arqueólogo que “se especializa en teorías poco convencionales sobre civilizaciones antiguas, monumentos de piedra (o megalitos), estados alterados de la consciencia, mitos antiguos y datos astronómicos/astrológicos del pasado”. Hancock es una persona fascinante cuyas teorías sobre el pasado antiguo de la Tierra son ricas, interesantes y te proporcionan mucho sobre lo que reflexionar. Lleva bastante tiempo afirmando que la humanidad ha sufrido algo parecido a una amnesia histórica e intelectual que ha creado periodos significativos de falta de datos sobre nuestro pasado antiguo. Entre sus libros se incluyen “Símbolo y Señal”, “Las Huellas de los Dioses” y “El Dios de la Guerra”. Uno de sus últimos libros es “Los Magos de los Dioses: la Sabiduría Olvidada de la Civilización Perdida de la Tierra”.
Fue precisamente su investigación para “Los Magos de los Dioses” lo que le llevó a escribir un editorial para la edición del 10 de septiembre de 2015 del Daily Mail Online, en el cual alertaba sobre que en los próximos 20 años, un cometa lo bastante grande como para acabar con la vida como la conocemos impactará contra la Tierra, desencadenando inundaciones épicas, tsunamis y una devastación existencial.
En ese artículo, Hancock contaba que alrededor del mundo, desde Alaska hasta Indonesia, más de 200 mitos antiguos hablan sobre el final de una civilización por culpa de inundaciones e incendios. A partir de 2007 empezaron a surgir evidencias científicas sólidas que indicaban que estas historias (como la de Noé y su arca) están basadas en hechos sólidos.
Según Hancock, un cataclismo sacudió nuestro planeta hace 12.800 años, provocando extinciones masivas de grandes animales como los mamuts y llegando casi a acabar con la raza humana. Sin embargo, todo este episodio de la historia de los seres humanos se perdió: un capítulo que no hablaría sobre cazadores-recolectores poco sofisticados, sino sobre tecnologías avanzadas. Todas las evidencias apuntan a que los restos de esa civilización lograron salir adelante, conservados por unos pocos individuos que conocían los secretos de épocas pasadas. Para sus contemporáneos primitivos, parecería que poseían poderes mágicos sagrados. Serían lo que este autor llama “los magos de los dioses”.
Estos magos nos dejaron un mensaje. No uno metafórico ni espiritual, sino uno directo y urgente: lo que ocurrió en el pasado, puede ocurrir de nuevo, y lo que destruyó su mundo puede destruir el nuestro. Estos avisos han sido ignorados durante milenios. Hoy en día podemos saber cuál fue el último meteorito caído en la Tierra, tenemos las evidencias científicas necesarias para decodificar los avisos de esos individuos, pero queda poco para que sea demasiado tarde.
En los próximos veinte años, la Tierra se enfrenta a una catástrofe mil veces peor que la detonación de todas las armas nucleares del planeta. Una colisión lo bastante grande como para acabar con la vida como la conocemos. Para entender lo que podría suponer, debemos echar la vista atrás. En concreto, a la tumultuosa época que tuvo lugar entre el 10.000 a. C. y el 9.600 a. C., que es lo que los geólogos conocen como el Dryas Reciente. Se trata de un periodo de cambios drásticos en el clima mundial. Pero el cambio más devastador se produjo cuando los casquetes polares colapsaron, vertiendo toda el agua que contenían a los océanos y generando un tsunami que barrió los continentes. Algunos académicos y arqueólogos que concuerdan con Hancock creen que la altura de este tsunami pudo haber alcanzado los 250 metros. Pues bien, la evidencia apunta a que esto fue el resultado del último meteorito caído en la Tierra. Muchas tribus nativas americanas describen la devastación resultante en historias transmitidas a lo largo de generaciones.
Mitos con base real
El pueblo Brulé, que formaba parte de la nación Lakota (la tribu Soiux a la que pertenecía el famoso Toro Sentado), la cual ocupaba el territorio de la actual Dakota del Sur, tiene una leyenda vívida sobre una gran explosión que azotó a todo el mundo, derrumbando cadenas de montañas y abrasando bosques y praderas. Hasta las piedras brillaban al rojo vivo, y tanto animales gigantes como personas quedaron calcinadas. Después de la abrasadora devastación vinieron las inundaciones. Los ríos se salieron de sus caudales e inundaron el paisaje. Por último, “el Creador pisoteó la Tierra y la abrió con un gran terremoto”, enviando torrentes por todo el mundo hasta que sólo sobresalieran las cimas de unas pocas montañas.
Éste no es un mito aislado. Los Cowichan de la Columbia Británica, los Pima de Arizona, los Inuit de Alaska y los Luiseño de California tienen historias similares que se han transmitido a lo largo de generaciones. Pero es el pueblo Ojibwa, de las llanuras canadienses, el que posee la leyenda más creíble, hasta rozar lo científico. Sus narradores recuerdan un cometa llamado Estrella Celestial de Larga Cola que barrió los cielos a baja altura, abrasando la Tierra y dejando a su paso un “mundo diferente”. Después de eso, la supervivencia fue difícil. El clima era más frío que antes. Y los Ojibwa creían que sólo era un aperitivo del apocalipsis que estaba por llegar. Hablaban de una cruda profecía, presagiada por sus curanderos: la estrella con la cola larga y ancha destruirá el mundo algún día… Cuando regrese.
No fue hasta el siglo XX cuando los científicos empezaron a considerar que los antiguos mitos americanos podrían haberse basado en eventos reales. De esta forma, J. Harlen Bretz, un notable geólogo de los años 20, empezó a investigar la noción de una inundación prehistórica cuando descubrió cientos de bloques erráticos: piedras colosales que no se correspondían con el resto del paisaje, esparcidas a lo largo de los Scablands del estado de Washington. Bretz examinó una gran depresión de 950 kilómetros rellena de limo de basalto hasta una profundidad de 120 metros. Sólo se le ocurrió una explicación: ese limo había sido vertido por una espectacular inundación que había terminado de forma tan abrupta como empezó.
Por su parte, el arqueólogo aficionado Randall Carlson prosiguió con el trabajo de Bretz y llevó a Hancock a los acantilados Dry Falls, en el condado de Grant (Washington), para ver la evidencia más espectacular de la inundación. Estas cascadas secas se encuentran en el Grand Coulee, un tajo en la roca de cientos de metros de profundidad y casi 100 kilómetros de largo, que parece como si la mano de Dios hubiera cogido un cincel y lo hubiera usado para cortar el paisaje. Ahora bien, este cincel no estaba hecho de metal, sino que se trataba de inmensas cantidades de agua turbulenta y llena de desechos que inundaron el terreno en unas pocas semanas. A lo largo de la pradera y en todas las direcciones dejó millones de rocas de basalto, algunas con el tamaño de un balón de fútbol y otras tan grandes como un coche familiar. De hecho, las propias Dry Falls son casi tres veces más altas que las Cataratas del Niágara, y alrededor de seis veces más anchas. Las aguas que moldearon esta enorme colina hace 12.800 años eran más bien un barro espeso. Dicho barro arrastraba bosques enteros arrancados de raíz y flotas de icebergs que se chocaban en su superficie. Y todo este torrente arrancaba bloques del lecho de basalto, arrastrándolos corriente abajo.
Es posible que fuera la mayor inundación, pero ni mucho menos fue la única. Océanos de hielo fundido arrasaron todo el mundo. Pues bien, Randall cree que la causa más probable de esta inundación, literalmente de proporciones bíblicas, fue el impacto de un cometa, justo como describieron los Ojibwa. En concreto un cometa gigante que viajaba en una órbita que lo llevó a través del sistema solar interior. Luego se rompió en fragmentos (algunos de más de un kilómetro de largo), algunos de los cuales impactaron contra las capas de hielo Cordillerano y Laurentino, que cubrían América del Norte en el 10.800 a. C. El calor de estos monstruosos meteoritos derritió el hielo. Sin embargo, también lanzaron vastas nubes de polvo y cenizas a las capas más altas de la atmósfera, ocultando el Sol. De esta forma, el impacto del último meteorito caído en la Tierra hizo que las temperaturas cayeran en picado en todo el planeta, iniciando una nueva glaciación que duró 1.200 años.
Según Graham Hancock, esto no son meras especulaciones o hipótesis. En septiembre de 2014, la publicación “Journal of Geology” dio a conocer abundantes evidencias que confirmaban la amplia presencia de los llamados nanodiamantes en muestras de la capa límite del Dryas Reciente. Una capa límite es el depósito realizado por un evento geológico. Por ejemplo, puede verse en forma de estrato en la roca. Los nanodiamantes son gemas microscópicas que se forman con niveles poco habituales de presión y calor. Están considerados como evidencias de grandes impactos de cometas o asteroides.
Ahora bien, la gran pregunta no es si hubo un impacto de un cometa hace 12.800 años, sino por qué no hay ningún cráter. Sin embargo, la explicación de esta circunstancia es bastante sencilla. Mientras las partículas más pequeñas y de menor densidad del cometa habrían explotado en la atmósfera, los fragmentos más grandes chocaron contra capas de hielo de más de 3 kilómetros de grosor. Así que los cráteres resultantes de ese último meteorito caído en la Tierra se derritieron al final de la última glaciación. Ahora bien, el largo invierno resultante es recordado por muchas leyendas y textos sagrados. Por ejemplo, en la región zoroastriana de Oriente Próximo se habla de una “horrible y feroz helada” y de un “invierno fatal” infligido sobre toda la Tierra por un espíritu maligno que “hizo que el mundo fuera tan oscuro al mediodía como por la noche”. Al mismo tiempo, al otro lado del mundo, el pueblo maya de los Quichés (en la actual Guatemala) hablaba de una inundación con “mucho granizo, lluvia negra, neblina y un frío indescriptible”.
Maestros de una sabiduría perdida
Sin embargo, los textos también hablan de líderes que llegaron tras el desastre, armados de un conocimiento excepcional. Se trata de las personas a las que Hancock llama “los magos de los dioses”. Sabían cómo construir edificios a gran escala, cómo organizar y gobernar, y cómo diseñar herramientas de una sofisticación notable. Parte de la tecnología que describen parece rivalizar con la electrónica moderna.
Se decía que el sabio zoroastriano Yima poseía un cáliz milagroso en el que podía ver todo lo que pasaba en cualquier parte del mundo, además de un carro de cristal con joyas que podía volar. Por otro lado, en grabados descubiertos en yacimientos antiguos de lugares tan dispares como Turquía y México, los sabios son descritos de forma extrañamente similar: son hombres con barba que tienen una bolsa o caldero con un asa curvada y que contiene cabezas de pájaros o peces.
El sacerdote babilonio Beroso describió en el siglo III a. C. una figura mítica que llegó a Mesopotamia. Su nombre era Oannes, y tenía “todo el cuerpo de un pez, pero debajo de la cabeza del pez había una cabeza de hombre, y junto a la cola del pez había pies como los de un hombre, y tenía voz humana”. Casi parece como si Oannes hubiera sido un ser humano. De esta manera, el elaborado disfraz de pez podría haber sido el equivalente a una sotana, o un elemento de teatralidad. Por otro lado, en el templo parcialmente subterráneo de Tiahuanaco, en Bolivia, se representan figuras chamánicas parecidas que llevaban trajes de cintura para abajo con patrones de escamas de pez. Los expertos discrepan sobre la antigüedad de estos grabados, pero también muestran criaturas que parecen ser toxodontes: animales gigantes parecidos a los rinocerontes que se extinguieron hace unos 12.000 años. De esta forma, según Graham Hancock, parece que los magos de los dioses deambularon por todo el mundo.
En Oriente Medio, Oannes estaba acompañado de siete sabios, que eran descritos reiteradamente como magos, hechiceros y brujos que eran maestros de la química y la medicina. Sin embargo, también entendían de carpintería, cantería y metalistería. Por la misma época también aparecieron magos como éstos con Egipto. En el Templo de Horus, situado en la ciudad egipcia de Edfú, unas inscripciones conocidas como los Textos de Edfú describen seres divinos que eran refugiados procedentes de una isla sagrada destruida por las inundaciones y el fuego. Su hogar, “las mansiones de los dioses”, fueron completamente destruidas. Y su civilización desapareció. Sin embargo, por suerte unos pocos supervivientes se encontraban en el mar cuando ocurrió el desastre. Los siete sabios que llegaron a Egipto entendían como crear cimientos y planificar la reconstrucción de edificios. Tenían tantos conocimientos que las personas primitivas que los reverenciaban creían que eran más sabios y poderosos que sus propios dioses.
Por otro lado, la tradición árabe dice que los secretos de esta tecnología se enterraron en las pirámides de Guiza milenios después. El historiador del siglo IX Ibn Abd El Hakem creía que las pirámides no fueron diseñadas como tumbas, sino como lugares para conservar los libros del conocimiento anterior a la gran inundación. Estos libros contenían “ciencias profundas, y los nombres de las medicinas y sus usos, de las dolencias, además de la ciencia de la astrología, aritmética y geometría”. También hablaban sobre “brazos que no se oxidaban, y vidrio que se podía doblar sin romperse”.
Según Hancock, hace mucho que se perdió esa evidencia de una civilización mucho más antigua que la de los babilonios y los egipcios, y que prácticamente fue destruida por el último meteorito caído en la Tierra hace 12.800 años.
Sin embargo, hay otros lugares históricos tan sobrecogedores como las pirámides pero mucho menos conocidos. Uno de ellos es Göbekli Tepe (que significa “panza” en turco). Ubicado en Turquía, Göbekli Tepe es la obra más antigua de arquitectura monumental de todo el mundo, y es enorme. Según el arqueólogo Klaus Schmidt, fue ahí donde el hombre del Neolítico descubrió la agricultura. También es el lugar en el que los antiguos humanos abordaron por primera vez el grabado de piedras megalíticas, erigiendo pilares de piedra que pesaban 20 toneladas. Se trata de una arquitectura a la escala de Stonehenge, pero mucho más sofisticada. Y mientras suele considerarse que Stonehenge tiene una antigüedad de 4.600 años, Göbekli Tepe tiene al menos 12.000 años. Por extraño que parezca, al menos hasta donde saben los arqueólogos, los increíbles saltos en el desarrollo humano que ocurrieron en Göbekli Tepe surgieron de la nada. Es como si “de pronto” la gente hubiera inventado al mismo tiempo la agricultura y la arquitectura monumental. De hecho, parece impensable que unos cazadores-recolectores primitivos pudieran haber inventado toda la tecnología y sabiduría que hacían falta. Y todo ello sin evidencia conocida de experimentación.
De acuerdo con Graham Hancock, Göbekli Tepe supone una sólida evidencia de un conocimiento impartido por una civilización anterior. Sin embargo, ese lugar también es importante por una razón mucho más siniestra. En uno de los pilares de caliza hay inscritos complejos signos zodiacales que utilizan datos astronómicos que supuestamente no serían descubiertos hasta miles de años después. Pero es todavía más intrigante que la posición de las estrellas no se correspondía a la del cielo de hace 12.000 años, sino a la de hoy. Es como si estos constructores misteriosos y con una capacidad imposible hubieran construido su templo como si existiera en la actualidad.
El mensaje de los antiguos sabios
Los magos de los dioses tenían un mensaje para nuestra época. Y no es uno que nos podamos permitir ignorar. La potencia explosiva del último meteorito caído en la Tierra que provocó el Dryas Reciente fue de unos diez millones de megatones. Es decir, dos millones de veces mayor que la bomba nuclear más grande jamás detonada y 1.000 veces más potente que todos los dispositivos atómicos almacenados en el planeta.
Pero cuando el planeta se recuperó del último meteorito caído en la Tierra hace 12.800 años, no fue el final de la historia. Según Hancock, el pilar de Göbekli Tepe es un mensaje codificado para el futuro (nuestro presente) sobre un segundo impacto inminente. A principios del siglo XIX, mucho antes del descubrimiento de evidencias físicas que demostrasen que la glaciación del Dryas Reciente fue provocada por la colisión de los fragmentos de un cometa, dos visionarios científicos británicos hicieron sonar la alarma. El astrofísico Victor Clube y el astrónomo Bill Napier creían que un cometa gigante que todavía no había sido descubierto se estaba dirigiendo hacia nosotros. Se encuentra oculto dentro de una nube de restos cósmicos que los astrónomos conocen como las Táuridas.
Esto supone un doble peligro: podría golpearnos cualquiera de los millones de rocas espaciales que se encuentran en esa nube o trozos mucho más grandes del propio cometa. Además, podría explotar en cualquier momento. No es más que una granada de mano interplanetaria, o una bomba de relojería existencia.
Y es que dentro de la corteza del cometa se encuentra una agitada masa de brea que irá subiendo de presión hasta que (como una caldera sin válvula de escape) el cometa termine por explotar y romperse en fragmentos de más de un kilómetro, abriéndose camino por el sistema solar a decenas de miles de kilómetros por hora. No podemos saber cuándo ocurrirá esta explosión. Podría pasar cuando volvamos a entrar en la nube de meteoros o un poco antes, esparciendo así fragmentos de roca por todo el planeta.
Según Hancock, de lo que sí podemos estar seguros es de que alrededor del año 2030 la Tierra volverá a cruzar la nube de meteoros de las Táuridas, esa vasta autopista de desechos cósmicos, justo donde se acumulan los mayores y más numerosos fragmentos existentes. Algunos de ellos son tres veces mayores que el asteroide que impactó contra la Tierra hace 65 millones de años, generando una tormenta de fuego planetaria y provocando la extinción de los dinosaurios. Pues bien, ése es el momento en el que el riesgo de una colisión es más elevado. Y es cuando la profecía del pueblo Ojibwa puede hacerse realidad. La estrella con la cola larga destruirá otra vez el mundo, cuando vuelva a descender.
Nuevos hallazgos
No podemos decir que no nos hayan avisado. Los magos de los dioses estaban intentando hacernos llegar un mensaje a los habitantes del siglo XXI. Y tenemos que escuchar. Sin embargo, los planteamientos de Graham Hancock han sido rechazados por la mayoría de los arqueólogos y astrónomos, al menos hasta ahora. Y es que en un artículo publicado en el Daily Mail Online en abril de 2017, el periodista Christopher Stevens habla sobre un estudio que corrobora mucho de lo que Hancock lleva tiempo defendiendo. De esta forma, es posible que este autor haya sido una luz en medio de la oscuridad.
En concreto, una investigación realizada por científicos de la Escuela de Ingeniería de la Universidad de Edimburgo llegó a la conclusión de que “los grabados de Göbekli Tepe describen el impacto de un cometa hacia el 10.950 a. C.”. Este informe fue publicado por la Universidad del Egeo (en Grecia) en el “poco conocido” International Journal of Archaeology and Archaeometry.
Sin embargo, la opacidad de la fuente no puede enmascarar la escala del cambio de perspectiva científica. Y es que las afirmaciones de Hancock suenan a una mezcla de película de catástrofes, de ciencia ficción y de detectives. Sin embargo, si cada vez más arqueólogos convencionales empiezan a estar de acuerdo con Hancock, representaría un drástico cambio de dirección.
Está claro que el estudio de los investigadores de Edimburgo defiende buena parte de aquello sobre lo que Hancock lleva avisando desde hace décadas. Es posible que haya estado en lo cierto, después de todo. La humanidad ha estado sufriendo una amnesia histórica y/o, por cualquier motivo, nos hemos negado intelectualmente a considerar lo que no queremos creer. Sea cual sea el caso, es posible que todos debamos prestar más atención a los “magos de los dioses”. Si no, podríamos acabar siendo quienes intenten avisar a nuestros sucesores sobre otro asteroide o cometa con capacidad para acabar con el planeta. Por eso lo más importante es determinar los pasos que debemos seguir para alterar la trayectoria del asteroide y poder evitarlo de forma segura.
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